Sintió confusamente, como en sueños,
que ascendía hacia la superficie después de haber estado al borde de la asfixia,
sumergido en el fondo de un líquido viscoso. Entreabrió los ojos, aturdido,
pero no se movió. Tenía todo el cuerpo dolorido, como si lo hubiesen apaleado. Además,
la oscuridad del lugar no le dejaba ver nada.
Escuchó el estrépito de un motor al
encenderse y de inmediato volvió la claridad. Reconoció
rápidamente el entorno y se descubrió tirado boca arriba en el piso de su oficina.
Escuchó también pasos y voces que se acercaban. Vanesa y Casares se asomaron a
la puerta casi al mismo tiempo y el imprevisto cuadro con que se encontraron
los asustó. Se inclinaron hacia él y le preguntaron atropelladamente qué había
pasado, si estaba bien. No supo qué contestar. Le ardía la mano derecha. Se la
miró; tenía la marca de una quemadura reciente. Vio el módem caído a su lado. Hubo
un trueno largo que retumbó como un solo de timbales y recordó el rayo. “La
computadora me dio una patada”, dijo, encastrando los datos que de a poco iban
fluyendo a su cabeza. Tuvo, no obstante, la impresión de que,
involuntariamente, no estaba diciendo la verdad o que, en todo caso, su
respuesta era apenas una versión simplificada de la historia. Miró la
hora en su reloj; le pareció inverosímil que el período de oscuridad física y
mental del que acababa de emerger hubiese durado tan poco. Sospechó que entre
la caída del rayo y la puesta en marcha del grupo electrógeno debía haber
sucedido mucho más que su casi electrocución y su fugaz desvanecimiento.
Vanesa se puso a apantallarlo con un
ejemplar de Clarín. Lentamente, como si volviera de un sueño demasiado vívido e
intenso, se fue reacomodando a la realidad. Reconstruyó
su jornada laboral, la charla con el contador por el tema del blanqueo de sus
dólares, la reunión con Garcia Sangenis por el asunto de los albañiles
accidentados en la obra del hotel, la decisión de Bevilacqua de dilatar el pago
de las indemnizaciones. Verificó que, efectivamente, todo eso había ocurrido a
lo largo de ese mismo día. Tenía, sin embargo, la sensación inexplicable de que
entre esos acontecimientos y este presente horizontal se había alterado la continuidad
de la secuencia, que había habido una interrupción en la linealidad del tiempo,
una arruga lógica y cronológica imposible de comprobar.
Casares lo ayudó a ponerse de pie.
Vanesa salió corriendo de la oficina y volvió con gasas y una crema, resuelta a
practicarle las primeras curaciones.
-¿Y? – bromeó Casares. ¿Viste la luz blanca
al fondo del túnel?
Sólo entonces cayó Quique en la
cuenta de que realmente podría haber muerto de esa forma tan estúpida. Le vino
a la memoria el incidente de la mañana con la mujer que casi había atropellado
frente al Banco. El recuerdo de sus palabras -“Ojalá en la próxima vida
Diosito te haga negro”- le provocó un estremecimiento que no había sentido al
escucharlas. Lo atribuyó a su actual estado de debilidad pero
no pudo evadir el pavor. ¡Negra resentida! Dio por cierto que el accidente era una
consecuencia directs de la mala onda que le había tirado esa mujer. Se lo comentó
a Casares como quien piensa en voz alta, pero su colega le quitó a su
afirmación toda posible rasgo de veracidad.
-Eso no fue una maldición- retrucó. –Al
contrario. ¡Si en este país, los únicos privilegiados son los negros! Los otros,
tenemos que laburar como burros, porque nadie nos regala nada.
Quique se quedó un buen rato sentado
en el sillón de su escritorio, hasta que consiguió recobrar un mínimo aceptable
de fuerzas. Vanesa insistió en que debía ir a una guardia médica pero él se
negó enfáticamente. Sólo ansiaba llegar a su departamento, tomarse una pastilla y dormir
hasta el día siguiente. Supuso que sería la manera más eficaz de quitarse de encima
la espantosa impresión -absurda pero inquietante- de que el hechizo de aquella mujer sí
se había cumplido.
( ¡Falta sólo UN capítulo!
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