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"La grieta", instalación de la artista colombiana Doris Salcedo.

jueves, 3 de noviembre de 2016

TREINTA Y UNO


   Quique terminó su desayuno mientras revisaba Facebook en el celular. Le puso "Me gusta" a una noticia de Clarín sobre el restablecimiento de relaciones entre la Argentina y el Fondo Monetario Internacional, comentó indignado una denuncia de maltrato animal, compartió una frase de Gandhi que resaltaba la necesidad de superar discordias por la vía pacífica y quedó muy impresionado con una carta aparecida en La Nación, en la que un abogado aseguraba haber sido víctima de un maquiavélico robo de identidad perpetrado por sectores vinculados a La Cámpora. No terminó la lectura porque la carta era larga pero igual la compartió, condolido por la suerte de ese compatriota que afirmaba estar encerrado en el cuerpo de una empleada doméstica kirchnerista.

   Se aflojó un poco la venda de la mano porque le molestaba. Después, urgido por la hora, levantó unas carpetas y bajó por ascensor los seis pisos que lo separaban de la  cochera. Se cruzó con Arregui, el encargado (que lo saludó con su amabilidad habitual), se trepó a la Hilux negra y se puso en marcha hacia la empresa. Sintonizó Radio Mitre y se irritó al escuchar la noticia de la movilización prevista para esa tarde en protesta por los despidos masivos en la administración pública, “Ah, bueeeno... ¡una marcha para apoyar a los ñoquis!”, rezongó en voz alta. Era lamentable que pasaran estas cosas justo ahora que el país estaba, al fin, encaminándose en la dirección correcta.

   Mientras esperaba frente a la Facultad de Derecho que el semáforo se pusiera en verde, le llamó la atención un afiche gigante del HSBC que prometía “beneficios exclusivos para clientes”. Agendó mentalmente la tarea de contactar a su ejecutivo de cuenta para consultarlo al respecto.

   Se quedó enganchado con el tema y manejó un buen trecho pensando en sus asuntos bancarios. Lo hizo hasta que empezó a sonarle el celular, se distrajo un segundo y casi se lleva puesta una moto que venía por la calle transversal.

   Clavó el freno y bajó furioso el vidrio de la ventanilla.

 

                                                   * * *

    Bajaron la escalera del monoblock en silencio y los recibió una mañana gris con semblante de recién llovida. Fueron hacia el espacio descubierto que servía de estacionamiento general. Luján se detuvo junto al Renault 12 y se despidió de él con un beso fugaz en la boca. “A las 5 en lo del Turco”, le recordó, y él asintió con la cabeza. Brian, con su malhumor adolescente a cuestas, apenas le gruñó un saludo; los mellizos, en cambio, cariñosos como siempre, le gritaron “Chau, papi” casi al unísono. El auto maniobró con dificultad en el barro y luego se alejó por la calle de ripio.

   Juan Domingo demoró unos segundos antes de subirse a la moto. Respiró hondo y expulsó el aire con fuerza, como si intentara sacarse de adentro un cascote alojado en su esternón. Se sentía raro. Aunque no recordaba haber tenido una pesadilla, lo aquejaba la impresión -absurda pero inquietante- de que un peligro indescifrable lo había acosado mientras dormía.

  Urgido por la hora, se puso el casco y arrancó. Antes de llegar a la avenida, se cruzó con la Yanina, que iba caminando para la verdulería. Le tocó dos bocinazos cortos y ella lo saludó con grandes aspavientos. ¿Era sólo idea suya, o esa mina le tiraba onda?

   Mientras la Gilera avanzaba hacia el sur pensó en la marcha de esa tarde y deseó que la plaza reventara de gente, así le demostraban al gobierno que los trabajadores no estaban dispuestos a dejarse avasallar. Pensó también que debía convencer a sus compañeros de la obra para que se animaran a tomar medidas de fuerza si –tal como él lo preveía- la constructora no pagaba el retroactivo prometido al día siguiente. Era lamentable que algunos compañeros dudaran, justo ahora que el país estaba, una vez más, desbarrancándose en la dirección equivocada.

   Mientras esperaba frente al shopping que el semáforo se pusiera en verde, le llamó la atención un afiche gigante de Frávega que prometía “beneficios exclusivos para clientes”. “Yo les voy a dar bola a las publicidades el día que ofrezcan beneficios inclusivos”, se dijo, y agendó mentalmente la tarea de subir esa frase al Facebook de “Resistiendo con Aguante”.

   Se quedó enganchado con el tema y manejó un buen trecho pensando en sus asuntos de militancia. Lo hizo hasta que, en una esquina del microcentro. casi se lo lleva puesto una Hilux negra que venía por la calle transversal.  

   Tuvo que hacer mucho equilibrio para no terminar tirado en el pavimento con moto y todo.

 

                                     * * *

   La mujer de rostro aindiado presenció el incidente desde muy cerca.

   -¿Pero qué hacés, negro de mierda?- gritó Quique. -¡Correte y andá a laburar, la puta que te parió!

   Juan Domingo detuvo la Gilera delante de la Hilux sólo un momento, el tiempo justo y necesario para mandar a Quique a la concha de su madre y acompañar el insulto con un movimiento airado de su mano. Después, aceleró y retomó su camino hacia la obra.

   La mujer de rostro aindiado dio unos pasos y se acercó a la ventanilla de la camioneta. Quique la miró con aversión, pensando que lo estaba por manguear. Ella lo miró con una pesadumbre que llevaba siglos acumulándose. La expresión de Quique se transfiguró al verla con más detenimiento. ¿Era la misma? ¿Realmente era la misma mujer del día anterior? Ella pudo advertir en él cómo su arraigado desprecio transmutaba en pánico. Sí, en el fondo ese hombre le tenía terror, un terror acumulado durante siglos.

    La mujer de rostro aindiado se inclinó hacia Quique y le apuntó a los ojos con el índice huesudo de su mano oscura. Después, con una parsimonia ancestral, le susurró:

   -No aprendiste nada. Absolutamente nada. Clase media, tenías que ser.
 
 
                                    F I N
                                                         

martes, 1 de noviembre de 2016

TREINTA


   Sintió confusamente, como en sueños, que ascendía hacia la superficie después de haber estado al borde de la asfixia, sumergido en el fondo de un líquido viscoso. Entreabrió los ojos, aturdido, pero no se movió. Tenía todo el cuerpo dolorido, como si lo hubiesen apaleado. Además, la oscuridad del lugar no le dejaba ver nada.

   Escuchó el estrépito de un motor al encenderse y de inmediato volvió la claridad. Reconoció rápidamente el entorno y se descubrió tirado boca arriba en el piso de su oficina. Escuchó también pasos y voces que se acercaban. Vanesa y Casares se asomaron a la puerta casi al mismo tiempo y el imprevisto cuadro con que se encontraron los asustó. Se inclinaron hacia él y le preguntaron atropelladamente qué había pasado, si estaba bien. No supo qué contestar. Le ardía la mano derecha. Se la miró; tenía la marca de una quemadura reciente. Vio el módem caído a su lado. Hubo un trueno largo que retumbó como un solo de timbales y recordó el rayo. “La computadora me dio una patada”, dijo, encastrando los datos que de a poco iban fluyendo a su cabeza. Tuvo, no obstante, la impresión de que, involuntariamente, no estaba diciendo la verdad o que, en todo caso, su respuesta era apenas una versión simplificada de la historia. Miró la hora en su reloj; le pareció inverosímil que el período de oscuridad física y mental del que acababa de emerger hubiese durado tan poco. Sospechó que entre la caída del rayo y la puesta en marcha del grupo electrógeno debía haber sucedido mucho más que su casi electrocución y su fugaz desvanecimiento.

   Vanesa se puso a apantallarlo con un ejemplar de Clarín. Lentamente, como si volviera de un sueño demasiado vívido e intenso, se fue reacomodando a la realidad. Reconstruyó su jornada laboral, la charla con el contador por el tema del blanqueo de sus dólares, la reunión con Garcia Sangenis por el asunto de los albañiles accidentados en la obra del hotel, la decisión de Bevilacqua de dilatar el pago de las indemnizaciones. Verificó que, efectivamente, todo eso había ocurrido a lo largo de ese mismo día. Tenía, sin embargo, la sensación inexplicable de que entre esos acontecimientos y este presente horizontal se había alterado la continuidad de la secuencia, que había habido una interrupción en la linealidad del tiempo, una arruga lógica y cronológica imposible de  comprobar. 

   Casares lo ayudó a ponerse de pie. Vanesa salió corriendo de la oficina y volvió con gasas y una crema, resuelta a practicarle las primeras curaciones.

   -¿Y? – bromeó Casares. ¿Viste la luz blanca al fondo del túnel?

   Sólo entonces cayó Quique en la cuenta de que realmente podría haber muerto de esa forma tan estúpida. Le vino a la memoria el incidente de la mañana con la mujer que casi había atropellado frente al Banco. El recuerdo de sus palabras -“Ojalá en la próxima vida Diosito te haga negro”- le provocó un estremecimiento que no había sentido al escucharlas. Lo atribuyó a su actual estado de debilidad  pero no pudo evadir el pavor. ¡Negra resentida! Dio por cierto que el accidente era una consecuencia directs de la mala onda que le había tirado esa mujer. Se lo comentó a Casares como quien piensa en voz alta, pero su colega le quitó a su afirmación toda posible rasgo de veracidad.

   -Eso no fue una maldición- retrucó. –Al contrario. ¡Si en este país, los únicos privilegiados son los negros! Los otros, tenemos que laburar como burros, porque nadie nos regala nada.

   Quique se quedó un buen rato sentado en el sillón de su escritorio, hasta que consiguió recobrar un mínimo aceptable de fuerzas. Vanesa insistió en que debía ir a una guardia médica pero él se negó enfáticamente. Sólo ansiaba llegar a su departamento, tomarse una pastilla y dormir hasta el día siguiente. Supuso que sería la manera más eficaz de quitarse de encima la  espantosa impresión -absurda pero inquietante- de que el hechizo de aquella mujer sí se había cumplido.

 
CONTINUARÁ
( ¡Falta sólo UN capítulo!