Salió del cíber con el ánimo
renovado. Se sentía exultante. No tanto como aquella mañana en que se había puesto
a tocar bocinazos después de escuchar en la radio que se había muerto Kirchner,
claro, pero era evidente que acababa de recuperar el optimismo. Tanto era su
entusiasmo, que dedicó varios minutos a evaluar seriamente la posibilidad de ir
a la empresa e ingeniárselas para irrumpir en la oficina de Bevilacqua. Ansiaba
demostrarle que él era un recurso humano valioso. Lo sorprendería con sus
conocimientos de arquitectura y con sus ideas políticas. Iba a convencerlo de
que él no apoyaba la huelga y creía firmemente en la meritocracia, como decía la
publicidad esa de la tele que tanta e injustificada polémica había levantado.
La fantasía reivindicatoria se le
hizo añicos cuando le sonó el celular y Luján le recordó su agenda militante de
la jornada: tenía que ir a colaborar con la Vecinal del barrio para arreglar
una plaza, o algo así. Maldijo su suerte, maldijo a la morocha, se subió a la
moto y se puso en marcha a disgusto pensando que, definitivamente, Luján y
Juan Domingo estaban mal de la cabeza. ¿Qué buscaban trabajando gratis en lugares
como esos, en los que más hubiese convenido entrar con una topadora e incendiar
todo? ¿Les gustaba jugar a los revolucionarios trasnochados? ¿O lo hacían sólo
para reclutar votantes K? En cualquiera de los casos (delirios estúpidos pretendidamente
heroicos o simple politiquería barata) lo rebelaba que ahora le exigieran a él ese
sobreesfuerzo inútil que no tendría, de parte de sus beneficiarios, más
retribución que la
ingratitud. Porque ¿qué otra cosa podía esperarse de ese nido
de delincuentes en el que estaba a punto de internarse, esa fábrica irresponsable
de chicos malnutridos cuyo destino eran la calle, la droga, el “eh, ameo”, el
mal vivir? Ya bastante se había metido el Estado en su bolsillo durante los
últimos doce años, ya bastante plata le habían sacado para ayudar a esa manga
de vagos subsidiados que no hacían nada por ayudarse a sí mismos. ¡Y pensar que
había imbéciles que criticaban el concepto de la meritocracia! ¿Cómo iba a
salir adelante el país con semejante culto a la mediocridad?
De nada le sirvió a Quique rumiar estos
venenos durante todo el trayecto. No le dejaban opción: igual iba a tener que
aventurarse en un submundo peligroso y correr el riesgo de terminar acuchillado
o muerto de un balazo.
Era una auténtica condena no poder
zafar de la diktadura populista en el seno de su flamante familia. “Peor es
casarse y vivir con la suegra”, solía consolar Bevilacqua a sus subalternos
cuando alguno de ellos insinuaba una queja frente a encargos indeseables. Se quedaba
corto su jefe: peor era casarse y vivir con una militante K. La necedad de esa
gente lo sacaba de quicio.
CONTINUARÁ
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