Se metió con la Gilera en un
laberinto incomprensible de calles de tierra y sintió que estaba perdido.
Lamentó no tener a mano el GPS de la Hilux, aunque pensó con sorna que, en ese
contexto, GPS sólo podría significar “¡Guarda, Peronistas Sueltos!”. A falta de
herramientas de precisión, se dejó guiar por el repique de unos tambores y supuso
que se trataba de una manifestación (¡otra más!), lo cual acrecentó el malestar
que traía encima.
Cuando llegó por fin al lugar donde
lo esperaban, comprobó que “la plaza” no era técnicamente una plaza o que, en
todo caso, distaba muchísimo de la idea previa que él se había hecho de lo que
iba a encontrar allí. Era un descampado que abarcaba una manzana. Había en él algunos
árboles maltrechos y varios sectores sofocados
por un denso pastizal. Un par de precarios arcos de fútbol, hechos con maderas
desiguales delimitaba los extremos de una canchita en la que algunos chicos
corrían detrás de una pelota. Comprobó, también, que no había ningún acto
político, sino que la ensordecedora percusión provenía del ensayo de una murga.
Se le congeló el aliento al verla y recordar el comentario del Chino. ¿Iban a
obligarlo a participar de ese espectáculo decadente y patético?
Luján le hizo señas desde lejos y los
mellizos vinieron corriendo para saludarlo. Brian no, porque era uno de los murgueros.
El resto de los presentes, una docena de hombres y mujeres de condición
humilde, lo recibió con mucho afecto. Le ofrecieron mate y, a pesar del escozor
que le causaba compartir bombilla con esa gente, no se animó a negarse.
Enseguida, empezó el trabajo
colectivo. Hubo quien se puso a emprolijar árboles, hubo quien arremetió contra
el yuyal a guadañazo limpio. Él fue el encargado de reparar e instalar unas
hamacas usadas que alguien había conseguido vaya a saber dónde.
Se trabajó sin pausa, en un ambiente
de mansa alegría que Quique no lograba compartir ni entender. Había algo que no
le cerraba. No supo precisar qué era lo que le provocaba esa desconfianza hasta
que la reiteración insoportable de las canciones de la murga le dio la clave: ahí
había populismo encerrado. Las letras hablaban, invariablemente, en contra del
gobierno y ensalzaban todos los vicios de la ortodoxia nacional y popular. Fatalmente,
las eventuales buenas intenciones que pudiera haber en el proyecto de la plaza
comunitaria, acabarían devoradas por las miserias de la demagogia. Seguramente ,
Juan Domingo era el puntero del barrio y recorría casa por casa recolectando
votos a cambio de promesas adocenadas que terminaban resolviéndose en
otorgamiento discrecional de planes sociales. Se sintió muy impresionado: estaba,
ni más ni menos, en la olla misma donde se cocinaba, generación tras generación
desde hacía setenta años, el núcleo germinal del peronismo. Aquello era una inmejorable
investigación de campo. Lamentó no ser sociólogo para escribir un artículo al respecto y titularlo “Del
populismo como enfermedad venérea”.
El trabajo colectivo se prolongó hasta
que el anochecer frenó el entusiasmo de los voluntarios, forzándolos a
volver a sus casas. Se despidieron comentando satisfechos los avances logrados
esa tarde y coordinaron reencontrarse el fin de semana para continuar. A Quique
le extrañó percibir que había en sus tonos de voz cierta vibración feliz, algo que
sonaba parecido a un modesto, incomprensible optimismo.
CONTINUARÁ
ES IMPECABLE EL PROCESO QUE VAS LOGRANDO, AL LLEVAR AL LECTOR DEL PREJUICIO A LA PERCEPCIÓN DE LA REALIDAD. Y TE AVISO QUE ME DESPERTASTE ESAS EMOCIONES QUE HABLAN TAN CLARAMENTE DE LA CALIDAD DEL ESCRITOR.
ResponderEliminarGRACIAS.
Muchas gracias.
Eliminar