***

***
"La grieta", instalación de la artista colombiana Doris Salcedo.

jueves, 13 de octubre de 2016

VEINTICINCO


    Se metió con la Gilera en un laberinto incomprensible de calles de tierra y sintió que estaba perdido. Lamentó no tener a mano el GPS de la Hilux, aunque pensó con sorna que, en ese contexto, GPS sólo podría significar “¡Guarda, Peronistas Sueltos!”. A falta de herramientas de precisión, se dejó guiar por el repique de unos tambores y supuso que se trataba de una manifestación (¡otra más!), lo cual acrecentó el malestar que traía encima.

    Cuando llegó por fin al lugar donde lo esperaban, comprobó que “la plaza” no era técnicamente una plaza o que, en todo caso, distaba muchísimo de la idea previa que él se había hecho de lo que iba a encontrar allí. Era un descampado que abarcaba una manzana. Había en él algunos árboles  maltrechos y varios sectores sofocados por un denso pastizal. Un par de precarios arcos de fútbol, hechos con maderas desiguales delimitaba los extremos de una canchita en la que algunos chicos corrían detrás de una pelota. Comprobó, también, que no había ningún acto político, sino que la ensordecedora percusión provenía del ensayo de una murga. Se le congeló el aliento al verla y recordar el comentario del Chino. ¿Iban a obligarlo a participar de ese espectáculo decadente y patético?

    Luján le hizo señas desde lejos y los mellizos vinieron corriendo para saludarlo. Brian no, porque era uno de los murgueros. El resto de los presentes, una docena de hombres y mujeres de condición humilde, lo recibió con mucho afecto. Le ofrecieron mate y, a pesar del escozor que le causaba compartir bombilla con esa gente, no se animó a negarse.

   Enseguida, empezó el trabajo colectivo. Hubo quien se puso a emprolijar árboles, hubo quien arremetió contra el yuyal a guadañazo limpio. Él fue el encargado de reparar e instalar unas hamacas usadas que alguien había conseguido vaya a saber dónde.

    Se trabajó sin pausa, en un ambiente de mansa alegría que Quique no lograba compartir ni entender. Había algo que no le cerraba. No supo precisar qué era lo que le provocaba esa desconfianza hasta que la reiteración insoportable de las canciones de la murga le dio la clave: ahí había populismo encerrado. Las letras hablaban, invariablemente, en contra del gobierno y ensalzaban todos los vicios de la ortodoxia nacional y popular. Fatalmente, las eventuales buenas intenciones que pudiera haber en el proyecto de la plaza comunitaria, acabarían devoradas por las miserias de la demagogia. Seguramente, Juan Domingo era el puntero del barrio y recorría casa por casa recolectando votos a cambio de promesas adocenadas que terminaban resolviéndose en otorgamiento discrecional de planes sociales. Se sintió muy impresionado: estaba, ni más ni menos, en la olla misma donde se cocinaba, generación tras generación desde hacía setenta años, el núcleo germinal del peronismo. Aquello era una inmejorable investigación de campo. Lamentó no ser sociólogo para  escribir un artículo al respecto y titularlo “Del populismo como enfermedad venérea”.

   El trabajo colectivo se prolongó hasta que el anochecer frenó el entusiasmo de los voluntarios, forzándolos a volver a sus casas. Se despidieron comentando satisfechos los avances logrados esa tarde y coordinaron reencontrarse el fin de semana para continuar. A Quique le extrañó percibir que había en sus tonos de voz cierta vibración feliz, algo que sonaba parecido a un modesto, incomprensible optimismo.  

 

CONTINUARÁ

2 comentarios:

  1. ES IMPECABLE EL PROCESO QUE VAS LOGRANDO, AL LLEVAR AL LECTOR DEL PREJUICIO A LA PERCEPCIÓN DE LA REALIDAD. Y TE AVISO QUE ME DESPERTASTE ESAS EMOCIONES QUE HABLAN TAN CLARAMENTE DE LA CALIDAD DEL ESCRITOR.
    GRACIAS.

    ResponderEliminar