Lo primero que vio al abrir los ojos después
de despertar agitado, fue el retrato de Evita colgado en la pared. Se sobresaltó
pensando que la pesadilla continuaba pero la contractura que apuñaló su espalda
apenas intentó moverse le hizo notar bruscamente que se había quedado dormido
en el sillón.
-¡Brian, Néstor, Cristina!
La voz de Luján apurando a sus hijos le
trajo el recuerdo inmediato de la discusión de la noche anterior. Abrumado de
antemano, sospechó que ahora llegarían las réplicas del sismo. Lo confirmó unos
segundos más tarde, cuando la mujer pasó a su lado sin decirle una palabra, ni
siquiera cuando encontró el televisor encendido en TN. Sobreactuando un
silencio filoso, Luján se limitó a poner C5N y empezó a preparar el desayuno
como si él no estuviera allí.
Aliviado por no tener que seguir escuchando
sus reproches absurdos, Quique hizo al fin lo que no había hecho durante la madrugada: irse del departamento con la firme
intención de no volver jamás. Bajó las
escaleras del monoblock pensando que él debía ser la excepción al famoso Síndrome de Estocolmo: no sentía la menor
empatía hacia sus secuestradores. Le habían robado su vida y los odiaba. Negros
de mierda.
Caían algunas gotas cuando salió del
Fonavi y, a medida que la moto avanzaba hacia el sur, la lluvia se intensificó.
Para cuando llegó al centro, el cielo empezó a deshacerse brutalmente sobre la
ciudad en forma de diluvio universal. Resolvió parar por precaución. Al fin y
al cabo, la huelga seguía en pie y Yarará no le iba a decir nada si caía
unos minutos más tarde a causa de la lluvia. Encontró refugio
en un shopping cercano a la
obra. Dejó la moto en el estacionamiento y se acomodó bajo la
estructura de acrílico transparente que enmarcaba el acceso, sumándose a muchos
otros que, huyendo como él de la tormenta, decidían postergar su llegada al
trabajo o diferir el cumplimiento de sus trámites para no empaparse.
Aprovechó la terquedad del temporal para
ir al baño. Necesitaba, además, un ámbito propicio para pensar con serenidad en
su futuro inmediato. Consultó el celular para chequear las repercusiones de su carta
virtual del día anterior. Verificó que había despertado numerosas adhesiones pero
ninguno de los comentarios brindaba datos sobre el antídoto necesario para
revertir la
metamorfosis. Recordó el infame volante que aún conservaba en
su bolsillo y le dolió reconocer que, al fin de cuentas, la mediación
paranormal de la
licenciada Maia Wilkins era el recurso más concreto con que
contaba para intentar remediar su mal.
Mientras salía del baño, escuchó el
grito de una mujer y, a continuación, distintos gritos que lo secundaban. Parecían
provenir de la zona del patio de comidas. Como desde el pasillo lateral donde
estaba no podía ver nada, dio unos pasos en dirección al hall central. No
alcanzó a llegar. Imprevistamente, se le apareció un morocho, del estilo Juan
Domingo pero bastante más joven, que tenía puesta una remera idéntica a la suya
y venía corriendo con una cartera en la mano. “Es un ladrón”, pensó, encontrándole
sentido a ese griterío que sonaba cada vez más próximo. No tuvo tiempo de
reaccionar porque el otro se lo llevó por delante y ambos trastabillaron. Al
ladrón se le cayó la cartera en el choque pero no se detuvo; rehizo su
verticalidad al instante y, aun a costa de resignar el botín, se zambulló con
plasticidad felina por una salida de emergencia. Quique se quedó mirando atónito
en esa dirección, con la cartera colgando ridículamente de su mano. “¡Ahí está,
ahí está!”, escuchó que gritaba alguien a sus espaldas y, antes de que pudiera
darse vuelta, un hombre se tiró encima de él y lo derribó de un tackle. Quique
cayó con todo el peso del otro encima y se golpeó la sien contra el porcelanato.
En cuestión de segundos, otras personas lo rodearon y empezaron a golpearlo y
patearlo con fiereza. Coartaron todos sus intentos por ponerse de pie, acallaron
sus esfuerzos por explicar que se trataba de una confusión. “¡Lacra!”, “¡Chorro
hijo de puta!”, escuchó que le gritaban, y no pudo creer que se lo estuviesen diciendo
a él. “¡Negros de mierda, hay que matarlos a todos!”, aulló una mujer,
absolutamente sacada, y también ella le acertó un pisotón.
“No me peguen… yo soy clase media”,
alcanzó a decir Quique, en un susurro doliente. Ninguno de sus agresores lo escuchó.
“¿Qué hacen, animales? ¡Dejen de
pegarle!”, gritó alguien, con desesperación. Por un momento, Quique se acurrucó
bajo la débil ilusión de ser salvado por la aparición providencial de un defensor
de los derechos humanos. Después, la certera patada que recibió en la cabeza lo
sumergió en una oscuridad inexpugnable.
Se sintió caer caer caer, como en
cámara lenta, a través de una grieta que parecía interminable.
CONTINUARÁ
(¡Faltan 2 capítulos!)