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"La grieta", instalación de la artista colombiana Doris Salcedo.

martes, 6 de septiembre de 2016

CATORCE

   Afortunadamente, la madre de Luján había preparado hamburguesas para sus nietos y ellos dos ligaron un par de rebote (y también afortunadamente, pensó Quique, Juan Domingo no era vegano porque, con el hambre que cargaba, su estómago no habría tolerado la afrenta de una ensalada de rúcula sazonada con brotes de soja).
 
   Apenas llegaron al Fonavi, Luján se bajó del auto y fue directo a ver la moto que supuestamente no había arrancado esa mañana. Gracias a esa iniciativa, él pudo identificar cuál era (una Gilera negra, bastante vieja) sin desnudar frente a la morocha su ignorancia al respecto. “A ver, probala”, lo instó ella y, como era previsible, el motor arrancó sin problema. Quique sobreactuó su perplejidad ante el comportamiento ciclotímico de la moto pero no hacía falta: Luján celebró haber zafado de una indeseable hemorragia presupuestaria a manos del mecánico.
 
   Mientras la mujer se encargaba de hacer que Néstor y Cristina se bañaran, él aprovechó para registrar la heladera en busca de algo para picotear, porque la hamburguesa de su suegra no le había bastado. Lo contrarió descubrir que no había casi nada. Se tuvo que conformar con dos Criollitas. 
 
   Brian se acercó a él y le pidió plata para salir con sus amigos. “No tengo un mango”, arguyó él para negarse, y se sintió aliviado de poder decir una verdad en medio de tanta simulación. El chico protestó y fue a encerrarse en su habitación. “Que se ponga a manguear por la calle”, pensó Quique, y se despreocupó del asunto. Vio sobre el aparador la boleta de luz y la de gas. Leyó los montos a pagar y le parecieron altos. Era un ajuste fuerte, sin duda; pero bueno, eran las consecuencias inevitables de la fiesta K, del despilfarro populista de los últimos 12 años. Había que sincerar la economía.
 
   -¿Me querés decir cómo vamos a pagar eso? –le preguntó Luján, apareciendo de golpe en la cocina.
 
   -Yo no tengo un mango- repitió él, casi por reflejo. Pero la mirada inquisitiva de la morocha le reveló con crudeza que con ella no podría evadir la búsqueda de una solución concreta. Súbitamente, cayó en la cuenta de que haberse transformado en Juan Domingo Villagra no sólo era una condena porque lo privaba de vivir como Quique Rinaldi. Ser Juan Domingo Villagra implicaba, por añadidura, tener que afrontar sus problemas, asumir sus obligaciones, vivir su realidad, hacerse cargo de su vida.
 
   -Capaz que esta noche a Bevilacqua se le aparece la Virgen y mañana te paga lo que te debe- dijo Luján, chorreando sarcasmo.
 
   “¿Bevilacqua?”, se asombró Quique. Era el gerente de la constructora, su jefe directo. ¿Entonces Juan Domingo trabajaba para la misma empresa que él? Estaba al horno. Si a alguien era difícil sacarle un mango -lo sabía perfectamente- era al ingeniero Bevilacqua, un tipo que contrataba empleados a cambio de que le firmaran un pagaré en blanco, un tipo que pregonaba que era imprescindible establecer un cepo salarial para lograr el progreso del país.
 
   Se asustó. Iba a estar bravo pagar la fiesta K siendo Juan Domingo Villagra.  
 
CONTINUARÁ

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