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"La grieta", instalación de la artista colombiana Doris Salcedo.

martes, 16 de agosto de 2016

OCHO

   La marcha peronista empezó a sonar justo a sus espaldas. La irrupción de esos inconfundibles acordes iniciales lo sobresaltó pero tardó unos segundos en advertir que la música provenía de su propia mochila. La abrió vergonzado, manoteó el celular y se apuró a atender para silenciar aquellos compases que le parecían infamantes.
   -¿Dónde te metiste, boludo?- lo consultó sin preámbulos la voz masculina del otro lado.

  -¿Quién habla?

  -Soy yo, el Chino, ¿quién va a ser? Decime, ¿vos no pensás venir a laburar, hoy?

  -Yo…eh… estoy medio complicado –tartamudeó Quique. Después, por inercia, agregó: -¿Vos dónde estás?

   Hubo un silencio tan fugaz como elocuente.

  -¿Vos me estás jodiendo? En la obra, ¿dónde querés que esté? Metele, que Yarará ya me estuvo preguntando por vos.

   Quique no sabía cómo darle ima continuidad razonable a aquella conversación ridícula. Por suerte, el Chino le cortó de golpe tras anunciar: “Uh, ahí viene Yarará; chau”.

   Cada vez más confundido, se quedó mirando el celular, soportando otra vez, a duras penas, la imagen de la Kretina como fondo de pantalla. Sin ninguna esperanza, sólo para confirmar la temible sospecha que le mordía las entrañas, decidió hacer unas llamadas. “Una solución que te hunde vale más que cualquier incertidumbre”, recordó (¿dónde había leído eso?).

   Llamó a la constructora y preguntó esquizofrénicamente por sí mismo. Lo atendió Vanesa, la secretaria, y dijo que allí no trabajaba ningún arquitecto Rinaldi. Llamó después a su amigo Tomás y cambió la estrategia: esta vez dijo que era él quien llamaba. De nada sirvió: Tomás lo cortó con un tajante “número equivocado”. Al borde de la desintegración, intentó con Antonella y le susurró las palabras que solían ser la contraseña para acceder a un rato de desahogo erótico: “Hola, caramelo”. La chica titubeó un instante y luego dijo en tono interrogativo: “¿Sebastián?”.

   Game over.

   No había duda: un accidente cuántico lo había arrastrado hacia una dimensión paralela en la que Quique Rinaldi no existía. Sin embargo, algo en el proceso había fallado. ¿Por qué conservaba la memoria del que había sido? ¿Por qué no sabía nada acerca de la flamante identidad que le habían impuesto? Dios, evidentemente, se había equivocado. ¿Era descabellado incurrir en semejante audacia teológica? Quique sintió que no: al fin y al cabo, si Dios había permitido el advenimiento de un Papa kirchnerista, entonces Dios no podía ser perfecto.

   Era desmoralizante asumirlo pero todos los indicios llevaban a una sola y terrible conclusión: hasta Dios se había vuelto militante de La Cámpora.

 

CONTINUARÁ

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