La
marcha peronista empezó a sonar justo a sus espaldas. La irrupción de esos
inconfundibles acordes iniciales lo sobresaltó pero tardó unos segundos en
advertir que la música provenía de su propia mochila. La abrió vergonzado, manoteó
el celular y se apuró a atender para silenciar aquellos compases que le
parecían infamantes.
-¿Dónde
te metiste, boludo?- lo consultó sin preámbulos la voz masculina del otro lado.
-¿Quién
habla?
-Soy
yo, el Chino, ¿quién va a ser? Decime, ¿vos no pensás venir a laburar, hoy?
-Yo…eh…
estoy medio complicado –tartamudeó Quique. Después, por inercia, agregó: -¿Vos
dónde estás?
Hubo
un silencio tan fugaz como elocuente.
-¿Vos
me estás jodiendo? En la obra, ¿dónde querés que esté? Metele, que Yarará ya me
estuvo preguntando por vos.
Quique
no sabía cómo darle ima continuidad razonable a aquella conversación ridícula.
Por suerte, el Chino le cortó de golpe tras anunciar: “Uh, ahí viene Yarará;
chau”.
Cada
vez más confundido, se quedó mirando el celular, soportando otra vez, a duras
penas, la imagen de la Kretina como fondo de pantalla. Sin ninguna esperanza,
sólo para confirmar la temible sospecha que le mordía las entrañas, decidió
hacer unas llamadas. “Una solución que te hunde vale más que cualquier
incertidumbre”, recordó (¿dónde había leído eso?).
Llamó
a la constructora y preguntó esquizofrénicamente por sí mismo. Lo atendió Vanesa,
la secretaria, y dijo que allí no trabajaba ningún arquitecto Rinaldi. Llamó después
a su amigo Tomás y cambió la estrategia: esta vez dijo que era él quien llamaba.
De nada sirvió: Tomás lo cortó con un tajante “número equivocado”. Al borde de
la desintegración, intentó con Antonella y le susurró las palabras que solían
ser la contraseña para acceder a un rato de desahogo erótico: “Hola, caramelo”.
La chica titubeó un instante y luego dijo en tono interrogativo: “¿Sebastián?”.
Game
over.
No
había duda: un accidente cuántico lo había arrastrado hacia una dimensión paralela
en la que Quique Rinaldi
no existía. Sin embargo, algo en el proceso había fallado. ¿Por qué conservaba
la memoria del que había sido? ¿Por qué no sabía nada acerca de la flamante
identidad que le habían impuesto? Dios, evidentemente, se había equivocado. ¿Era
descabellado incurrir en semejante audacia teológica? Quique sintió que no: al
fin y al cabo, si Dios había permitido el advenimiento de un Papa kirchnerista,
entonces Dios no podía ser perfecto.
Era
desmoralizante asumirlo pero todos los indicios llevaban a una sola y terrible
conclusión: hasta Dios se había vuelto militante de La Cámpora.
CONTINUARÁ
dejá la escribanía y dedicate a escribir para siempre.
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