Jamás en su
vida se había sentido tan vulnerable. Era un extraterrestre abandonado en la
galaxia equivocada. Peor aún: era un alma errante encarnada en un cuerpo
indeseable. Caminó sin rumbo por el centro durante horas. Aturdido, no sabia dónde
ir, no sabía qué hacer. Miraba con extrañeza las vidrieras y los afiches publicitarios
que prometían una vida feliz a la que ya no podía acceder. Le costaba concebir
que, de un día para otro, sus derechos –esos derechos que tanto se había
esforzado por conseguir y defender- se hubiesen evaporado sin un justificativo
válido. Ya no habría vacaciones en Punta Cana, ni tarjetas de crédito Premium,
ni Led de 42 pulgadas ,
y esa confiscación lo indignaba. Un corralito sobrenatural; eso era lo que le
habían impuesto. Y la pesificación que le ofrecían a cambio consistía en
devolverle un futuro devaluado y proletario.
La imagen
gigante de una Big Mac le dio hambre. Ya eran casi las dos de la tarde, no
había desayunado y no recordaba qué y cuánto había cenado la noche anterior.
Era imperativo resolver ese asunto de inmediato. Claro que para eso había un serio
escollo: se había gastado todo en el taxi y, dadas las singulares circunstancias
por las que estaba atravesando, no sabía cuándo volvería a tener dinero a su
disposición. Semanas atrás, había leído y compartido en Facebook que La Cámpora
le pagaba ocho mil pesos por mes a los de “Resistiendo con Aguante” para que
escribieran en contra del gobierno, pero era evidente que Juan Domingo ya se
había patinado la
mensualidad. En cuanto a los planes (porque seguro que, por
ser militantes, el Estado los subsidiaba a él y a la morocha) no tenía la menor
idea de cuándo se cobraban. Y el hambre, claro, no entendía de plazos.
Con fuerza
inspiradora, recordó un ejercicio del curso de coaching ontológico que había
organizado la empresa un par de años atrás y se dijo que sólo era cuestión de
vencer los miedos y afrontar la crisis con confianza y creatividad. Al fin y al cabo, por el
momento le bastaba con conseguir diez pesos para comprar un poco de pan y así
engañar al estómago. Dejó pasar a cuatro personas por pudor pero al quinto –un
hombre mayor con cara de buena gente- se animó a encararlo.
-Señor,
disculpe el atrevimiento. Perdí la billetera y necesito solamente diez pesos
para…
-¡Andá
a pedirle guita a la Cristina, pelotudo!- lo acuchilló el hombre, con un
desprecio casi orgásmico en la mirada.
Abrumado
por la dureza de la derrota, se dio cuenta de que era la quinta vez en el día
que lo maltrataban gratuitamente.
Como un eco burlón, resonaron en su memoria las
palabras del ingeniero Bevilacqua, el dueño de la constructora, cuando se
quejaba de los albañiles: “No hay caso, che; con la negrada no hay coaching
ontológico que valga”.
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